Este blog contiene narraciones con escenas de sexo explícito y violencia no basadas en hechos reales.
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martes, 13 de septiembre de 2011

CAPÍTULO 26: EL LÍMITE

La primera parada para Fargant fue el prostíbulo de Janeen Ville.
Por supuesto, tenía algunos datos, se los había facilitado el Círculo, pero no le gustaba trabajar con lo que otros le daban. Era como si le mascasen la comida para hacerle más fácil la digestión, y eso, aparte de resultar vomitivo, le restaba todo el interés al asunto.
Eligió aquél lugar porque era uno de los pocos que había visto frecuentar al Synister.
Siempre volvía allí; así pasaran dos semanas o dos años, tarde o temprano regresaba, dado que lo poco que le restaba de corazón estaba encerrado en una de aquellas habitaciones. Concretamente, si tenía algún indicio de sentimientos, debían estar encadenados a las piernas de aquella mujer.
Se acercó al mostrador con aire sigiloso, como acostumbraba a moverse. Fargant era alto, y de espalda robusta, y la capucha que solía llevar no dejaba paso a que la gente se sintiera cómoda a su lado. Sin embargo, por lo general resultaba bastante educado, aunque escueto en palabras.
-Buenas noches, señor... -la dama tras el mostrador le sonrió seductoramente. -Parecéis venir de un largo viaje, ¿puedo ofreceros algún tipo de confortabilidad?
-Estoy buscando a una mujer -dijo, sin más. Tenía la manía de hablar bajo. Su voz era la de un hombre joven, aunque algo raspada. El efecto de las voces de aquellos hombres que solían beber mucho, Fargant lo cargaba por naturaleza, y podía resultar algo siniestro cuando dejaba caer las palabras demasiado.
-Una dama, por supuesto -la mujer se lamió la llema del dedo y hojeó el enorme libro que tenía delante, lleno de garabatos. -¿Qué clase de mujer preferís...? Las tenemos de casi todas las edades, y muy variopintas. ¿Alguna raza en especial?
-Sí, busco a una muy concreta. Conozco su nombre, pero ignoro si es el verdadero, o quizás...
-Os ayudaré en lo que dispongáis, mi señor -ella le guiñó un ojo y le sonrió a través de aquellos labios rojo pasión.
-Se llama Daleelah -dijo Fergant, sin prestar atención a los coqueteos de la joven. Ella entreabrió los labios y se rascó con la pluma la cabeza, pensativa.
-Uhm, creo que está con un cliente ahora. Pero puedo sugerirle...
-La esperaré, entonces -zanjó el tema. La mujer tardó en reaccionar pero acabó por asentir.
-Está bien, pasad al recibidor, a mano derecha. Podéis acomodaros en el sofá frente a las escaleras. Por ahí bajan todas las chicas cuando acaban un trabajo -le señaló el pasillo. Él asintió y reverenció la cabeza levemente.
-Gracias -se despidió de ella, y se perdió por el corredor de piedra hasta encontrar la escalera de acceso a la planta superior. Por un momento, dudó sobre si sentarse o subir y comenzar a buscarla directamente.

-Hace dos días que Valiant se ha ido, y no me ha dicho adónde -Yara irrumpió en la habitación. Allain la miró largamente mientras la doncella -que de doncella no conservaba más que el nombre- recogía a toda prisa sus ropas y se disculpaba una y otra vez ante la chica.
-Mi señora, os pido disculpas, yo...el Señor Elric, perdóneme... -estaba realmente apurada. Yara no dijo nada, tan sólo señaló la puerta de la habitación para que se marchase de allí, cuanto antes. Luego ella misma cerró de un portazo y encaró al mercenario.
-¿A lo mejor tiene algo que ver con la repentina aparición de ese novio tuyo...? -se hizo el despistado. Estiró los brazos y luego los cruzó tras la cabeza. La observó en silencio, sin poner pegas al modo en que ella bajaba los ojos por su torso desnudo hasta perderse en la sábana que lo cubría por encima de la cintura.
-Está bien, te has pasado de la raya. En MI casa. ¡La cama de mi hermano! Era demasiado esperar que respetaras algo que no fuese tu culo peludo -se acercó a él, enfadada, y recogió las ropas del hombre del suelo. Pero aquella vez fué diferente, no sabía por qué. Estaba enfadada de verdad, de un modo en que antes no había conseguido irritarla. Estaba dolida.
-¿Qué ha...?- Preguntó él, pero Yara cogió la ropa y cruzó con ella la sala. Abrió el enorme ventanal de par en par y la tiró a la calle. Los pantalones fueron a caer justo delante de una de las cocineras, que se dirigía al almacén a llenar un cuenco de trigo. Miró sorprendida, hacia arriba, pero ya se había cerrado de nuevo el cristal de la ventana.
-Ahí tienes tu hedionda ropa de asesino, donde le corresponde. En la puta calle. Y en cuanto a esto -sacó la bolsa de piel cargada de monedas que traía en el cinto y se la tiró con furia a la cama. Le dió en una rodilla, y Elric se quejó, aunque no pudo evitar reír.
-Auch, qué mala bestia eres. ¿Por qué has tirado mi ropa, joder? Ahora tendré que bajar desnudo a buscarla.
-Lárgate, Allain. No quiero volver a verte, ¿me oyes? -sentenció Yaraidell. Al mercenario se le borró la sonrisa de la cara.
-¿No te estás pasando un poco...? -se incorporó a medias, apoyado sobre sus antebrazos, y la miró largamente. Yara le sostuvo la mirada, impasible.
-Fuera de mi casa- repitió. Elric trató de encontrar en ella alguna tara de la que aprovecharse para hacerse cargo de la situación, como solía ocurrir. Pero en aquella ocasión iba completamente enserio. No era uno de los enfados infantiles que solía tener la muchacha, lo sentía de verdad. Quería perderlo de vista, y eso, a su modo, se le antojó desolador. Apretó los labios con resignación y acabó por ponerse de pie, desnudo. No dijo nada mientras recogía de la mesita de noche el anillo de plata y lo calzaba de nuevo en su dedo. Luego recuperó sin ningún tipo de prisas su espada, el arco y el carcaj, y el par de cinturones y las botas que -gracias a los infiernos- la chica no le había tirado por la ventana, de lo contrario le habría mellado alguna hoja. Al final pasó por detrás de Yara y sin detenerse junto a ella musitó, en voz baja:
-Adiós, pezoncitos.
Yara crispó el gesto, pero ni siquiera lo miró. Él no cerró la puerta y se perdió pasillo abajo, sin intención de cubrirse. Y por supuesto, los gritos de las sirvientas se escucharon por toda la mansión, tan pronto se toparon con él.

El hombre bajó primero, visiblemente satisfecho. Se ajustó una vez más el cinturón a la oronda barriga, y después abandonó el local. La chica que apareció tras él no era Daleelah, sino una muchacha negra de labios enormes que lo miró mientras se relamía con deseo. Aún aparecieron otras tres parejas más antes de que decidiera que estaba perdiendo el tiempo. Menudo Mester estaba hecho, perdiendo la paciencia a las primeras de cambio, como un jodido aprendiz. Se puso en pie y subió la escalinata de piedra -estrecha, por todo lo más, no le estrañaba que el gordo hubiera bajado primero, dado que no cabía la chica junto a él- y alcanzó la primera planta. Hacía mucho que no venía a aquél lugar, pero con todo, cuando había acompañado al Synister, se había quedado esperando fuera. No le gustaban los burdeles, no le gustaba el ambiente sofocante de depravación que se respiraba en aquellos lugares, le recordaba más de lo que quisiera a su pasado en casa de Burt. Sin embargo, estaba tristemente familiarizado con lo que se vivía allí dentro.
Los burdeles en aquél lado del mapa seguían algunas tendencias extranjeras. Janeen Ville era un pequeño pueblecito cerca de la frontera con Kauhjuùn, y se mojaba de las tradiciones de su propia región y de las áreas vecinas. Esto era extensible hasta en las casas de putas, donde el asunto se había vuelto bastante variopinto y ofrecía servicios que en zonas más cerradas no se podían encontrar. Una de las peculiaridades que se podían encontrar, eran las salas comunes. La distribución de la torre permitía que los dormitorios rodearan un núcleo central, como una habitación más, la cual carecía en modo alguno de intimidad, pues sus paredes estaban abiertas por arcos en lugar de puertas. En aquella estancia, Fargant distinguió toda suerte de trapicheos a los que prefirió no prestar demasiada atención. Los gemidos llenaban el piso desde todas las direcciones, y él prefirió comenzar a buscar por los dormitorios antes de sumergirse en el mar de cuerpos desnudos que se revolcaban en su propio sudor dentro del "Pozo", que era como lo llamaban. Al abrir la primera de las habitaciones, la pareja lo miró instintivamente, aunque no se quejaron. Dieron por sentado que buscaba una sala libre, y él sólo necesitó constatar que aquella no era Daleelah antes de cerrar. La chica ya estaba dando botes de nuevo sobre el hombre mientras Fargant se dirigía al siguiente dormitorio. En este encontró a la mujer, tumbada bocarriba abierta de piernas, mientras un muchacho -bastante joven, por cierto- la follaba por delante, y el que parecía su hermano gemelo hacía lo propio por la boca. Daleelah era morena, ¿verdad? Y aunque se hubiera cambiado el color del pelo, aquellas piernas eran las de una muchacha joven, y Daleelah era una puta vieja.
La tercera habitación le llevó algo más de tiempo.
En esta, encontró a la mujer acurrucada en el suelo, gimoteando asustada mientras el hombre desnudo le profería patadas en todos los sitios que lograba alcanzar. Llevaba las botas puestas para hacerle más daño, y la golpeaba con contundencia mientras ella suplicaba que se detuviese. Tan entregado estaba a la violencia, que no reparó en la presencia de Fargant. El muchacho lo observó largamente mientras él le pisoteaba el cráneo a la furcia, le tiraba del pelo y lanzaba puñetazos directamente contra su costado, sus pechos y su rostro. La desfigurada cara de ella era un río de sangre y coágulos que se aborbotonaban, luchando por salir de su nariz. Fargant arrugó el gesto, de nuevo aquellos recuerdos aflorando a su piel como un sudor frío. Se acercó al hombre por la espalda y lo agarró del pelo. Tiró de él con fuerza hacia atrás, haciéndolo caer de espaldas al suelo, mientras mascullaba, sorprendido. La ramera no lograba discernir apenas lo que la rodeaba, sus ojos estaban manchados de sangre, pero se alejó como pudo, arrastrándose por los suelos en dirección a la cama, dejando un reguero carmesí en las lozas del piso. Fargant agarró con una mano el cuello del hombre, con fuerza. Ni con sus dos manos pudo deshacerse de la prisión del mercenario, que cogió la hoja en forma de luna de su pantalón con la mano libre.
-Pides una mujer, y disfrutas golpeándola con tus puños y tus piernas. Veo que tu polla no te sirve de nada -dijo, tan sólo. Antes de que el hombre pudiera siquiera articular palabra, la mano ejecutora de Fargant se había dejado caer, con contundencia. La fina hoja sesgó de un corte limpio el pene del hombre, separándolo de su cuerpo, y hacíendolo proferir un alarido de dolor tan terrible que taladró los oídos del muchacho. La fulana lloraba desconsolada, no tanto por su dolor como por la escena que había tenido que presenciar.
Luego el mercenario se puso en pie, ignorando al hombre que se retorcía en medio de un charco de sangre, y le tendió la mano.
-Ven conmigo, Daleelah. He venido porque necesito tu ayuda.


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By Rouge Rogue

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